Para contaminar y luego infectar el organismo, un microbio debe primero pasar una barrera física como la piel o las mucosas de las vías respiratorias. Algunas de ellas están dotadas de funciones inmunitarias activas y ya pueden neutralizar a los intrusos.
Es el caso de la capa externa de la piel, la epidermis queratinizada, que segrega miniproteínas antimicrobianas (defensinas) y sustancias capaces de inhibir el crecimiento microbiano excesivo, como el ácido láctico.
El mismo principio se aplica a la mucosa del tubo digestivo, que segrega lisozima y lactoferrina.
Numerosas células inmunitarias encargadas de patrullar y eliminar a los intrusos también están presentes en las barreras, como los mastocitos o linfocitos intraepiteliales en la piel y los neutrófilos en la córnea, la envoltura transparente del ojo.
Finalmente, nuestras barreras albergan bacterias comensales, que viven en simbiosis con nosotros y constituyen un obstáculo biológico suplementario para los atacantes potenciales.
Estas barreras impiden que la mayoría de los microbios entren en el organismo, pero algunos de ellos consiguen a veces frustrar su vigilancia.
Si se traspasa una barrera anatómica, el organismo debe primero identificar formalmente al intruso (el no yo).
Para ello, dispone de una segunda línea de defensa muy específica: la inmunidad innata. Los receptores situados en la superficie de algunas de nuestras células (entre ellas, las “células dendríticas”) son capaces de unirse a tipos “comunes” de intrusos, a los que reconocen sin haberlos encontrado nunca antes. Es como si hubiéramos nacido con un catálogo genérico de grandes enemigos capaces de infectarnos, y una serie de patrones y signos distintivos («PAMPs») que los caracterizan.
Para mayor reactividad, nuestros receptores también pueden reconocer moléculas producidas por células humanas infectadas por estos intrusos («DAMPs»).
A continuación, entran en juego varios actores de la inmunidad.
Cuando se encuentra un intruso por primera vez, se pone en marcha un sistema complementario: la inmunidad adquirida.
Unos glóbulos blancos denominados linfocitos (linfocitos T y linfocitos B) aprenden las características específicas del agresor y las memorizan para atacarlo con mayor eficacia si vuelve a entrar en el organismo más adelante. Para ello, estos linfocitos necesitan ayudantes, las células presentadoras de antígenos (células dendríticas, monocitos...), que se encargan de ingerir al intruso y descomponerlo en fragmentos.
Algunos de los linfocitos se convierten entonces en células de memoria vivirán mucho tiempo, durante años, incluso décadas. Y cuando vuelven a encontrarse con su agresor específico, pueden transformarse en células productoras de anticuerpos (plasmocitos o células plasmáticas).
Los anticuerpos se unen de manera específica a los patógenos que han aprendido a reconocer: también se denominan inmunoglobulinas (igg, igm, iga, ige…). Protegen el organismo de varias maneras:
La vacunación precisamente se basa en esta inmunidad adquirida (o adaptativa) una de cuyas funciones principales es la producción de anticuerpos específicos contra un agresor específico.
La inmunidad innata y la inmunidad adquirida interactúan y se influyen mutuamente durante la respuesta inmunitaria. Durante ese proceso intervienen muchos otros actores (1).
La respuesta inmunitaria se detiene cuando el intruso es eliminado del organismo.
El zinc es un oligoelemento presente en todas las células del organismo. Contribuye al funcionamiento normal del sistema inmunitario mediante tres mecanismos distintos como mínimo (2):
En general, el organismo absorbe entre el 15 % y el 40 % del zinc presente en los alimentos, principalmente en la carne, los frutos secos, el pescado y el marisco, pero los complementos alimenticios de zinc Los suplementos de zinc pueden ser útiles para compensar una carencia o para ayudar a normalizar el sistema inmunitario. El orotato de zinc (Zinc Orotate) y el bisglicinato de zinc (Advanced Zinc Lozenges) son las formas mejor asimiladas y mejor toleradas.
Remedio tradicional amerindio, la equinácea es una planta objeto de muchos trabajos por su interés potencial en la modulación del sistema de defensa del organismo.
Hoy en día es una de las plantas medicinales más empleadas en Europa y en América del Norte.
Todavía no conocemos todos los mecanismos de acción precisos de la equinácea, pero parece que estimula la producción de ciertas citoquinas y que ayuda a activar diversas células inmunitarias (macrófagos y linfocitos), gracias a su alto contenido en alquilamidas y equinacósidos (3-4), sobre todo cuando se toma en forma de complemento alimenticio (Immunity booster).
El calostro es una sustancia que todas las hembras de mamíferos producen en los días siguientes al nacimiento de sus crías.
Rico en proteínas y anticuerpos, moléculas clave en el sistema inmunitario y en la lucha contra los agentes patógenos, también contiene vitaminas, minerales, moléculas antiinfecciosas (lactoferrina y lisozima, en particular) y zinc, que contribuye a normalizar la respuesta inmunitaria..
Algunos complementos envasados en forma de cápsulas gastrorresistentes (como Colostrum) potencian sus beneficios.
Al igual que la equinácea, el ginseng forma parte de las plantas llamadas «adaptógenas», que ayudan al organismo a responder a las agresiones que sufre.
Gracias, en particular, a su alto contenido en ginsenósidos, contribuye a reforzar el sistema inmunitario (5-6), estimulando determinadas células de defensa, entre las que se encuentran los linfocitos, y contribuyendo a la producción de interferones, citoquinas producidas naturalmente en presencia de agentes patógenos en el organismo.
Para aprovechar al máximo sus beneficios, le aconsejamos optar por complementos de ginseng estandarizados en ginsenósidos (como Super Ginseng).
Referencias
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