Agua de coco, leche de coco, aceite de coco: desde los adeptos a la dieta cetogénica hasta las más grandes estrellas de Hollywood ¡todos son adictos al coco! Supersmart le indica si estos productos son beneficiosos o no para la salud.
Una cáscara marrón y una pulpa blanca nacarada, esa es la forma en que se encuentra el coco en nuestras estanterías. Sin embargo, encaramado en su palmera, el fruto del cocotero (Cocos nucifera) tiene un aspecto completamente diferente.
Con un peso de hasta 1,5 kg, esta imponente drupa de forma casi esférica tiene una piel lisa y verde antes de madurar (pericarpio). Ésta esconde una segunda capa fibrosa, conocida como “mesocarpio”, que protege la corteza del fruto (endocarpio).
Así pues, este envoltorio de tres capas preserva el corazón del coco, la semilla. Hueca, esta contiene un líquido transparente: la famosa agua de coco. Sus paredes inmaculadas constituyen la pulpa, que sirve para la elaboración de la leche de coco y delaceite de coco.
Procedente de Malasia, este fruto exótico actualmente se ha aclimatado a la mayoría de los países tropicales. Actualmente el 70 % de su producción mundial se concentra en Indonesia, en la India y en Filipinas.
A menudo confundida con la leche de coco, el agua de coco (o zumo de coco) es la parte acuosa contenida de forma natural en la semilla (endospermo o pulpa líquida). Es muy refrescante y calma la sed, y se distingue por una práctica ausencia de lípidos en beneficio de los glúcidos o hidratos de carbono (3,33 g/100 ml), principal carburante del organismo, causante de su característico sabor azucarado.
Por otra parte, el agua de coco tiene una gran riqueza en enzimas bioactivos y en minerales. Se distingue entre otras cosas por su alto contenido de potasio (200 mg/100 ml), un mineral que contribuye al funcionamiento normal del sistema nervioso así como al mantenimiento de una función muscular normal (1).
Como también contiene una pequeña cantidad de sodio (20 mg/100 ml), el agua de coco es especialmente apreciada en la recuperación deportiva como alternativa a las bebidas isotónicas, para compensar las pérdidas hídricas y minerales causadas por la sudoración (2).
A pesar de sus numerosos beneficios, el zumo de coco no debe en ningún caso sustituir al agua de mesa: un consumo excesivo de coco (de varios litros al día) puede provocar un exceso de potasio en sangre (hiperpotasemia o hipercalemia), con efectos potencialmente nocivos para las esferas renal y cardiaca (3).
Estrella de la leche dorada y de los curris vegetarianos, la leche de coco aporta un toque exótico muy agradable a nuestros menús.
¿Y a nivel nutricional? A pesar de su denominación de “leche”, la leche de coco tiene diferencias importantes respecto a la leche animal. Mucho más calórica con sus 188 kcal/100 g, también contiene menos calcio (solo 18 mg/100 g) y tiene un contenido elevado en grasas que ronda los 18 g por cada 100 g – estando un 90 % de estas clasificadas como saturadas.
¿Entonces hay que prohibirla? No necesariamente, ya que la leche de coco también tiene algunas buenas cualidades: un contenido interesante de potasio (220 mg/100 g), de magnesio (46 mg/100 g) y de hierro (3,3 mg/100 g), una pequeña dosis de selenio (3 mcg/100 g) y compuestos fenólicos protectores, todo ello sin lactosa ni colesterol (4).
A decir verdad, la única trampa es consumirla como una leche clásica (y servirse un gran tazón humeante de ella cada mañana). En cambio, mezclada con otra bebida vegetal más ligera (del tipo de la leche de almendra) o utilizada como sustituto a la nata fresca con un 30% de contenido en grasa, decimos que sí.
Sobre el papel, el aceite de coco es el campeón de las grasas saturadas (86 % de su composición), muy por delante de la mantequilla (55 %). Una puntuación que puede asustar, cuando se sabe su pésima reputación a nivel cardiovascular.
¡Pero no hay que olvidar que todos los ácidos grasos saturados no acaban en la misma cesta! El aceite de coco tiene efectivamente la particularidad de contener triglicéridos de cadena media (TCM), formados a partir de ácido caprílico (C8), de ácido cáprico (C10) y de ácido láurico (C12) (5).
Estas singulares moléculas cortocircuitan la vía tradicional de metabolización de los lípidos (6): no pasan por la bilis y el páncreas y van directamente al hígado, antes de volver a la circulación sanguínea en forma de ácidos grasos de cadena media (AGCM). Así pueden servir de combustible inmediato para nuestras células.
Resultado: al contrario de los triglicéridos de cadena larga, los TCM no son almacenables en los tejidos adiposos (7). Además, la oxidación de los TCM por las células hepáticas origina cuerpos cetónicos, una valiosa forma de energía compensatoria en el marco de una dieta pobre en glúcidos o hidratos de carbono: esto explica la gran fascinación por el aceite de coco en la dieta cetogénica (8).
Desafortunadamente, el aceite de coco convencional solo tiene un 5 % de ácido caprílico, que sin embargo apreciado por su capacidad de atravesar fácilmente las membranas celulares y por su excelente tolerancia digestiva (9). Compuestos exclusivamente por triglicéridos de cadena media, los aceites de coco TCM compensan este déficit aislando únicamente las fracciones lipídicas más beneficiosas (por ejemplo, el aceite de coco Organic MCT Oil Pure C8 tiene un contenido de ácido caprílico excepcional de un 98 %).
¿Cómo utilizarlos? Con su fórmula concentrada, se utilizan a razón de 10 a 20 mL al día . Sin embargo, en comparación con los aceites de coco tradicionales, estos resisten menos bien a las altas cocciones: ¡por tanto conviene consumirlos crudos, por ejemplo, en un batido, una vinagreta… o una mayonesa vegana!
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